lunes, 30 de mayo de 2011

Voces 8

Voces 8

martes, 24 de mayo de 2011

La Habana – Nueva York

DDTI-19
El Guamá
La conocí en el 2004, teníamos una conocida en común, vecina mía. Se pasaba la vida en las discotecas y los conciertos, siempre con muchachos en carro que la venían a recoger. Me caía bien, era divertida. Por las tardes cuando se levantaba iba a veces a tomar café a mi casa. Con los padres en el extranjero, vivía sin trabajar y aunque a veces andaba corta de dinero, las salidas nocturnas no se afectaban porque para eso los hombres pagaban.

El azar que nos puso un día en el mismo barrio nos separó. Durante años no tuve noticias suyas y pensé, como es normal en esta isla, que se había ido del país. Hace poco nos encontramos y comprobé que tenía razón, ahora vive en Nueva York y viene a Cuba de vacaciones. No sé cómo se fue, los cubanos se las agencian de tantas maneras para salir huyendo de esta tierra que ya ni me tomo el trabajo de indagar, pues las historias pueden ser cómicas, pero también muy tristes y siniestras. Además, ando un poco sensible con el tema de la emigración, me pregunto quién estará a mi lado dentro de diez años, cuando ya todos mis amigos se hayan ido.

En el rato que compartimos me contó que allá trabajaba mucho, y que de manera general, se consideraba una comunista. ¿Comunista? – exclamé- si eras tremenda gusana. ¿Qué te ha sucedido? –El sistema de Estados Unidos – sentenció- es inhumano, aquí es mejor, más humano. La miré boquiabierta, no le gusta el nuevo país en el que vive porque tiene que trabajar, en Cuba no lo hacía porque alguien la mantenía. ¿Por qué justifica con política su propia incapacidad productiva? – No estoy de acuerdo contigo –contesté tratando de aguantarme la pasión que me invade cuando la gente viene de la democracia a contarme cuentos de hadas sobre la dictadura- mucha gente no trabaja, es cierto, porque el salario es “inhumano” y a nadie le interesa partirse el lomo de gratis. Sin embargo me parece muy bien que para ganarte el pan tengas que trabajar, es lo normal. -Al cubano no le gusta trabajar -me ripostó y entonces supe que porque a ella no le gusta trabajar considera que al resto del pueblo tampoco. ¡Vaya capacidad de generalización!

Antes de separarnos me comentó que tenía una operación pendiente, supuse que sería en Cuba, ya que es tan humano este gobierno que tenemos. Cuál no habrá sido mi sorpresa al escucharla exclamar: ¡No, me opero allá!

sábado, 21 de mayo de 2011

Un número en la estadística

dieta-de-embarazada
E. tiene 38 años y está embarazada. Se siente un número más en la estadística. El otro día me llamó cuando salió del policlínico para venir a visitarme. No podía más. La mitad de los análisis no se los pudo hacer porque no había reactivo, sin embargo el papelito de la orden se lo devolvieron embarrado de sangre ajena. Levantada desde las cinco de la mañana, a las diez aún no había desayunado y para colmo el médico le preguntó “Mijita, ¿y tú por qué esperaste tanto para parir? Ahora te tengo que hacer un electrocardiograma.”
 
Lo primero que me dijo al verme fue “Yo pensé que la educación estaba mal, pero ahora que choco con salud pública…”. E. es como yo, chiquitica y mucho más delgada. Antes de la barriga pesaba 89 libras y ahora con dos meses pesa 113 y tiene 12,5 de hemoglobina. Sin embargo la nutricionista considera que está bajo peso y ha recomendado “ingreso en el hogar materno”. Le entregó la fotocopia de una dieta para que la cumpla al pie de la letra. Cuando me la enseñó me empecé a reír pero a ella no le hace ninguna gracia. Tiene que levantarse a las siete de la mañana para desayunar y esa primera comida del día incluye una cucharada de mayonesa, cuyas propiedades nutritivas me son desconocidas. A lo largo del día debe cumplir la norma de seis espumaderas de arroz y dos cucharones de frijoles (la mitad en el almuerzo y la otra en la comida, todos los días hasta que nazca el bebé). Las carnes no están definidas por cantidades y debe ingerir media taza diaria de mermelada de guayaba.

Me pregunto si el fin de la dieta es nutrir o engordar. Probablemente la doctora no está autorizada a recomendar comer ciertos productos como carne de res o mucho pescado, pero al menos debería tener la decencia de no ponerle a las embarazadas dietas dignas de pavos en ceba para hacer foi gras. Ante el tan esperado “¿Cómo te sientes?” del psicólogo, E. respondió “Bien, pero me sentiría mejor si no tuviera que venir más a este policlínico”.

martes, 17 de mayo de 2011

Un día en el extranjero

cartera
Foto: Leandro Feal
Llegó a Cuba enamorada de la Revolución, a finales de los setenta. Se casó con un general y se instaló en la isla paraíso, para hacer sus sueños realidad. Se codeó siempre con gente de altura, la llamada nomenklatura, y vivió los últimos treinta años como una princesa. La perestroika, la glasnost, la caída del Muro de Berlín y luego el derrumbamiento del bloque socialista le llegaron como ecos de la lejana Europa, que ella sabiamente había dejado atrás. Desde su casa en Siboney escuchó la letanía del Período Especial, pero cuando manejaba el Lada por Quinta Avenida, las cosas no se veían tan mal. Aunque se le iba poco la luz compró una planta eléctrica y, como siempre, su esposo abastecía la bodega del hogar con productos de importación. Los mismos de siempre.

Había hecho algunas amigas, casi todas del Partido Comunista. Sin embargo a principios de los 2000 pocas quedaban en Cuba y todas habían renunciado a sus cargos políticos y al Partido. Nunca la política había sido un tema entre ellas, pero la comida sí, y las cremas, la playa y la buena vida. Poco a poco la necesidad se apoderó de los diálogos: ¿A quién le importaba el mar azul y la arena blanca de Varadero si no había un huevo para poner en la mesa? Pero ese animal de la discordia, la bestia política, no la iba a dejar sola.

Un día decidió regalarle a sus amigas un día especial: playa, restaurante y hotel. Salieron desde por la mañana y regresaron tarde en la noche. Cuando se bajaron del carro una de ellas le dijo satisfecha: ¡Gracias por este maravilloso día en el extranjero! Fue la última vez que se vieron.

domingo, 15 de mayo de 2011

lunes, 9 de mayo de 2011

El Estudiante

carne
Foto: Claudio Fuentes Madan
¿Qué hago para narrar el horror? La última imagen que tengo de Juan Wilfredo Soto García es a mi lado correteando bajo el sol implacable de Santa Clara. Tratábamos obtener un autorizo del Obispo para que un Padre Dominico -que había atravesado medio mundo para llegar a Cuba- pudiera entrar a ver a Guillermo Fariñas a Terapia Intensiva en el horario establecido para la visita. En la iglesia nos dijeron que era la Seguridad del Estado la encargada de dar permisos, en la Seguridad del Estado nos dijeron que era el Obispo.

Ahora miro la foto del Estudiante en Penúltimos Días y no lo reconozco. Debe ser que me niego a aceptar que lo han matado a golpes. Debe ser que no puedo asumir que la hora del horror ha llegado a esta isla. Debe ser que no tengo capacidad para mirar de frente a la muerte, al asesinato. Y me pregunto –es la incertidumbre obvia del racionalismo- cuántos Wilfredos hubo antes y cuántos faltan por venir. Sentado en un parque, delito incomprensible, cayó sobre su cuerpo el peso descomunal de medio siglo de impunidad en los cuerpos policiales.

Rostros anónimos de azul. Hace tiempo que el pueblo les teme más a ellos que a los ladrones, a los estafadores y a los delincuentes. “Llama a la policía” se ha convertido en la última carta de la baraja. Porque el final siempre es inesperado. Porque la justicia no llega con ellos. Porque no están ahí para cuidarnos sino para controlarnos a cualquier precio. Porque están corruptos y porque no tienen miedo de embarrarse las manos, si de todas maneras ya casi todos las tienen sucias.

¿Y qué vamos a pedirle a una Policía Nacional Revolucionaria que ha visto subirse en el carro del “nuevo” poderío estatal al antiguo Ministro de Salud, el “compañero” Balaguer, con su cola de veintiséis muertos de hambre y frío en el hospital psiquiátrico; que ha visto al gobierno en pleno justificar en la Televisión Nacional la muerte de un hombre en huelga de hambre? ¿Qué podemos pedirle a esa Policía salvo que no nos mate?

jueves, 5 de mayo de 2011

domingo, 1 de mayo de 2011

Los alientos de la Habana

sala
Foto: Claudio Fuentes Madan
Texto: Boris González Arenas

“… Cuba está entre el reducido número de países (…)
que cuentan con las condiciones para (…)
salir de la crisis sin traumas sociales…”
Raúl Castro Ruz
Discurso de clausura del VI congreso del Partido Comunista de Cuba, 
19 de abril de 2011.

Comparar una ciudad a un organismo vivo no es algo novedoso. Numerosas de las funciones cotidianas de una ciudad semejan funciones propias de organismos vivos. Pero las ciudades no son organismos vivos. Las habita la vida y esta las erige, las conforma el deambular de sus animales, sus plantas y, principalmente, los seres humanos.

Una ciudad sin seres humanos será siempre una ciudad abandonada, aunque los árboles crezcan en sus antiguos salones y los animales salvajes copulen en sus espacios otrora públicos, una ciudad abandonada es una ruina en una selva.

No importa el tiempo que lleve deshabitada. El siete de mayo de 1986 la ciudad de Prípiat no había cumplido veinticuatro horas de ser evacuada y ya era una ruina. La ciudad construida para los trabajadores de la central atómica de Chernóbil fue vaciada a menos de diez días de la explosión que elevó los niveles de radiación de toda Europa. El último residente llevaba en su despedida el cambio de condición de lo que era una ciudad y pasó a ser, con su salida, una ruina.

También una ciudad puede mostrar sus edificios en ruinas y estar habitada.

Una ruina habitada es una contradicción y casi siempre supone un estado transitorio. Es el trabajo de los habitantes el que levanta una ciudad, la conserva y la transforma. No es concebible que los seres humanos renuncien a lo que les es natural: empeñar su energía y su fuerza en crearse un entorno digno para sí y para los que le rodean. Sólo grandes accidentes históricos justifican las ruinas habitadas, el final de las guerras, cuando los que regresan a sus casas encuentran el trabajo de toda una vida deshecho por el fuego, el deterioro que sufren grandes ciudades, cuando pierden el protagonismo que las erige y dejan a sus habitantes con pocas opciones frente a los restos del esplendor.

La ciudad de Nuremberg, en Alemania, debió ser reconstruida casi totalmente después que los bombardeos aliados la destruyeron al final de la Segunda Guerra Mundial; la ciudad de Detroit, en Estados Unidos, enfrenta las consecuencias del desmonte de la gran industria automotriz que, en la primera mitad del siglo XX, hizo de ella la cuarta ciudad más importante del país y en las últimas décadas ha perdido casi la mitad de su población.

Es un momento de cambio en el que el ser humano deberá evaluar las condiciones nuevas y actuar para desarrollar el espacio que requiere para vivir. Pocas cosas justifican una existencia entre ruinas por un tiempo mayor y todas están asociadas al deterioro de lo que en los seres humanos es esencial. El oriundo de ese estado, para que de su interior no surja el brío y la estrategia de superación de su condición, para que no genere asociaciones y liderazgos propios de las situaciones críticas, por no estar muerto, tiene que estar sometido a una indigencia moral y material inmovilizante. Alguien que apenas pueda levantar la vista sin temor a que le perciban su orgullo, incapaz de mover sus músculos para que no sospechen su fuerza o de sostener su razonamiento y evitar así que lo marquen por su inteligencia.

Insuflar es el verbo con que se ha nombrado el acto de animar lo inerte. Supuestamente el Hombre recibió la vida como de un aliento y ello lo convirtió en un ser animado. Pero era un aliento transfronterizo y lo animado podía a su vez animar. De ahí que la ciudad sea tan semejante a un organismo que parece que vive. Es por ello que una ciudad destruida, con todos sus sistemas de abastecimiento, transportación, redes hidráulicas y eléctricas colapsados, puede ostentar la vida que contiene.

Porque la ciudad no es un organismo es que esto puede pasar. En la inmundicia una mujer puede concebir un hijo, alguien dar sepultura a un hermano y todos sentir esperanza frente a cualquier atisbo del cambio.
Hambreado, un niño puede descubrir el golpe de la gota de lluvia en el rostro, el agazaparse de las sombras en el amanecer o el espacio sin límite a que se abre frente al mar.

Burlada, mancillada, humillada, una mujer puede sentir la vibración de la vergüenza y como una heroína de mármol saltar del zoclo como de la rutina y echar por tierra aquello que condena a sus hijos a la emigración o la muerte.

Como en la vida, nada en una ruina habitada es lo que fue y también como en la vida nada es permanente. Lo importante es el aliento.

Rejas dejadas al arbitrio de la intemperie, arrancadas de sus espacios originales y readecuadas en espacios ajenos, paredes tiradas al suelo y sus ladrillos cotizados en el mercado siniestro, tejas, lozas, vigas, puertas, cristales, todo arrancado a los derrumbes de aquello que no aguantó. En la estrategia de la miseria el aliento vital es portentoso porque debe animar la muerte. El extranjero al que esta condición le es extraña, se sorprende al comprobar que un cuerpo descolorido puede acarrear tanta fuerza en semejante panorama, sabiendo además que el esfuerzo sólo conseguirá reproducir la condición del infeliz, mientras un cardumen de desajustados insiste en sostener el agobio del que no son víctimas.

Es la suerte de las ruinas vivas proteger a quienes las habitan y cuando ya no pueden hacer, derrumbarse y ofrecerse. Hasta el amor de los vivos encuentra semejanzas en la capacidad de entrega de las ciudades arruinadas.