Foto: Orlando Luis Pardo Lazo
Agarró la misión por varias razones: le pondrían 50 cuc mensuales en un banco en Cuba, podría adquirir los equipos electrodomésticos que tanto había necesitado durante toda su vida, le compraría a sus hijos ropa y además, saldría del maldito policlínico ese que le estaba acabando la existencia.
Sabía que Venezuela era un país bastante violento e inestable políticamente, pero la delegación cubana de seguro estaría bien protegida, supuestamente eran prioridad. Los ubicaron en las afueras, una zona pobre y con mucha delincuencia. Nadie le advirtió que nada más llegar le sería retirado el pasaporte y se quedaría indocumentada. Trabajó mucho, descubrió que los venezolanos en su mayoría sienten lo mismo que los cubanos: la política les ha partido en dos la sociedad.
Sufrió los odios de un pueblo que, al igual que el suyo, perdió las riendas de su futuro. Descubrió que la paranoia no tiene fronteras y que el miedo también viaja en los aviones. Un compañero suyo murió en una reyerta entre bandas del barrio. Pidió regresar a Cuba pero el compromiso era imperecedero –como el partido comunista- y eso de estar deprimida no es consecuente con la solidaridad entre los pueblos. Todavía no puede regresar y para consolarse se da terapia cada mañana frente al espejo: 50 cuc , 50 cuc, 50 cuc.
lunes, 30 de agosto de 2010
viernes, 27 de agosto de 2010
El accidente
Foto: Orlando Luis Pardo Lazo
El otro día fui testigo de un accidente en Luyanó. Orlando Luis y yo twitteamos lo que pudimos y malamente logramos hacer algunas fotos sin que unos tipos vestidos de civil nos quitasen nuestras cámaras. Accidentes de tráfico ocurren todo el tiempo en cualquier lugar del mundo y me pregunto por qué el gobierno cubano impide que estos siniestros lleguen a la prensa. Es ridículo y penoso que miembros de la Seguridad del Estado se dediquen, en medio de una catástrofe, a perseguir camaritas y evitar reporteros.
A veces me parece que la censura y la burocracia son seres vivos, con sus propias leyes de supervivencia, su necesidad de perpetuarse y sus ciclos de vida. ¿Pone en riesgo al Estado decirnos cuántos muertos y heridos hubo el día 20 de agosto, cuáles fueron las causas del accidente, qué le sucedió al chofer?
Ya no se trata de prensa libre, ni de libertades políticas, ni siquiera de derechos ciudadanos. Se trata de un monstruo que en cincuenta años ha crecido tanto que podría tragarse todos los acontecimientos de la nación. Un monstruo que se alimenta de nuestro conocimiento, de nuestro intelecto, de nuestra capacidad para comprender la historia. Un monstruo que se traga nuestras desgracias y alegrías, nuestros sueños y nuestras vidas.
lunes, 23 de agosto de 2010
Cansancio
Imagen: El Verdugo, por Luis Trápaga
Sus mañanas son las mismas desde hace años: comprar la harina por la izquierda en las panaderías estatales, conseguir los huevos que los vendedores llevan escondidos en las mochilas, regatear las guayabas en el agro para que le dé el negocio. Con las altas y bajas que dependen del grado de represión contra las “ilegalidades” que haya, logra mantener decentemente su casa vendiendo dulces.
Pero las cosas se le complican demasiado: Dos veces tuvo que meter por la ventana del patio, a toda velocidad, algunas panetelas que su vecina le escondió cuando vinieron los inspectores. ¡Gracias a dios que eso no sucede a menudo! Cuando puede le pone a los cakes unas grageas que su hermana le manda desde Miami, donde tiene una pequeña dulcería bastante próspera. Empezó como ella en el 2000, haciéndolo todo solita, pero con los años contrató a una ayudante y ahora tiene una modesto negocio que abastece de golosinas a una buena parte del barrio.
Todo me lo cuenta con una nostalgia infinita, una envidia sana de su hermana del otro lado que ha logrado “echar p’alante”. Le pregunto si piensa que Raúl Castro permitirá alguna apertura económica, facilidades para la pequeña empresa, licencias y esos mínimos respiraderos que le harían la vida más fácil. Se ríe, pero sus ojos parecen llorar -Estoy vieja, chica, ya me da igual, me cansé de esperar.
Sus mañanas son las mismas desde hace años: comprar la harina por la izquierda en las panaderías estatales, conseguir los huevos que los vendedores llevan escondidos en las mochilas, regatear las guayabas en el agro para que le dé el negocio. Con las altas y bajas que dependen del grado de represión contra las “ilegalidades” que haya, logra mantener decentemente su casa vendiendo dulces.
Pero las cosas se le complican demasiado: Dos veces tuvo que meter por la ventana del patio, a toda velocidad, algunas panetelas que su vecina le escondió cuando vinieron los inspectores. ¡Gracias a dios que eso no sucede a menudo! Cuando puede le pone a los cakes unas grageas que su hermana le manda desde Miami, donde tiene una pequeña dulcería bastante próspera. Empezó como ella en el 2000, haciéndolo todo solita, pero con los años contrató a una ayudante y ahora tiene una modesto negocio que abastece de golosinas a una buena parte del barrio.
Todo me lo cuenta con una nostalgia infinita, una envidia sana de su hermana del otro lado que ha logrado “echar p’alante”. Le pregunto si piensa que Raúl Castro permitirá alguna apertura económica, facilidades para la pequeña empresa, licencias y esos mínimos respiraderos que le harían la vida más fácil. Se ríe, pero sus ojos parecen llorar -Estoy vieja, chica, ya me da igual, me cansé de esperar.
viernes, 20 de agosto de 2010
Ciudad desconocida
De tanto mirar por la misma ventana, ver la misma calle, hablar con las mismas personas y vivir en la misma ciudad, uno termina por pensar que se las sabe todas. Si me lo hubiesen contado no lo habría creído, ahora como sé que es verdad estoy llena de interrogantes. Las calles de La Habana me guardan aún muchas sorpresas, por suerte.
Agosto letal. Llego boqueando a 23 y 12 y me encuentro dispersas en el suelo varias papeletas como la de la foto: FREE IRAN. ¿Qué es esto, mi madre? Agarro una y miro alrededor, diría que yo soy la menos sorprendida de los que me rodean. Un tipo con aspecto de seguroso cogido en falta se mete otra en un bolsillo y hace un gesto de asco con asombro. Creo que no le ha gustado. No podría decir si FREE IRAN califica dentro de “Propaganda Enemiga”, pero evidentemente “Propaganda Amiga” no es.
En G y 23 hay más. Muchas más. La mayoría han sido pisoteadas. ¿A quién se le puede haber ocurrido esta idea tan genial? Ya no tengo dudas, esto está relacionado con las ideas fijas que azotan la mente alucinante de Fidel Castro. ¿Cómo se tomaría el compañero Fidel si en vez de la tercera guerra mundial llegase el fin de la dictadura iraní?
martes, 17 de agosto de 2010
sábado, 14 de agosto de 2010
Ganarse la vida
Foto: Claudio Fuentes Madan
Llegó a G el viernes para confundirse con el resto de la juventud que mira sus madrugadas pasar esperando tiempos mejores. Por alguna inexplicable razón la policía sólo permitía “estar” en una de las dos aceras de 23 y como -para adivino Dios- tenía cita previa con una chica en la “zona” prohibida, decidió correr el riesgo cinco minutos antes que perder su oportunidad de la noche.
El riesgo resultó más alto de lo calculado –ingenua y loca juventud-: un oficial le dio la bienvenida con un empujón y le pidió el carnet. No bien lo hubo sacado, lo esposaron y antes de que preguntara “¿Por qué?” ya estaba en la patrulla.
Lo metieron en un calabozo en 21 y C. Creyó que habían olvidado soltarle las muñecas. Sin embargo, una mirada alrededor le permitió comprobar dos cosas:
-Todos los detenidos estaban esposados.
-Habían muchos detenidos.
Como no llega a los veinte años estaba aterrado. No conoce para nada sus derechos y tampoco iba a arriesgar la noche por defenderlos. Igual siempre hay una tercera opción. Se las agenció para susurrarle las palabras mágicas a un uniformado:
-Lo que tengo, compadre, son cincuenta pesos. Mi mamá está enferma y no puedo llegar demasiado tarde.
Media hora más tarde estaba en su casa. La historia me la resumió con moraleja:
-Tremendo baro que hicieron el viernes, éramos una pila de gente. Pa`la próxima les paso el billete en la patrulla.
Llegó a G el viernes para confundirse con el resto de la juventud que mira sus madrugadas pasar esperando tiempos mejores. Por alguna inexplicable razón la policía sólo permitía “estar” en una de las dos aceras de 23 y como -para adivino Dios- tenía cita previa con una chica en la “zona” prohibida, decidió correr el riesgo cinco minutos antes que perder su oportunidad de la noche.
El riesgo resultó más alto de lo calculado –ingenua y loca juventud-: un oficial le dio la bienvenida con un empujón y le pidió el carnet. No bien lo hubo sacado, lo esposaron y antes de que preguntara “¿Por qué?” ya estaba en la patrulla.
Lo metieron en un calabozo en 21 y C. Creyó que habían olvidado soltarle las muñecas. Sin embargo, una mirada alrededor le permitió comprobar dos cosas:
-Todos los detenidos estaban esposados.
-Habían muchos detenidos.
Como no llega a los veinte años estaba aterrado. No conoce para nada sus derechos y tampoco iba a arriesgar la noche por defenderlos. Igual siempre hay una tercera opción. Se las agenció para susurrarle las palabras mágicas a un uniformado:
-Lo que tengo, compadre, son cincuenta pesos. Mi mamá está enferma y no puedo llegar demasiado tarde.
Media hora más tarde estaba en su casa. La historia me la resumió con moraleja:
-Tremendo baro que hicieron el viernes, éramos una pila de gente. Pa`la próxima les paso el billete en la patrulla.
miércoles, 11 de agosto de 2010
Impensable
Foto: Reina Luisa Tamayo y su hija, por Claudio Fuentes Madan
Hay cosas que he desechado en el baúl de lo “inentendible”. Diría que renuncié, me vencieron, no aguanté, me superaron. Me niego a desgastar mi cerebro un instante más en tratar de encontrarle alguna lógica, algún, al menos mínimo, sentido. En el bulto –confieso que son varias, demasiadas– resaltan el regreso de Fidel Castro, las “medidas” de Raúl Castro, los firmantes de las cartas abiertas de la UNEAC, la sesión extraordinaria de la Asamblea Nacional, el chisme con Elián González, la mente de Randy Alonso, los muertos de Mazorra, el permiso de salida, la utilidad “ideológica” de la Mesa Redonda, la ética del médico de Orlando Zapata Tamayo, la vergüenza de los que llevan hoy uniforme verdeolivo o la moral de los militantes del Partido. La lista, les juro, puede volverse extremadamente larga.
Sin embargo, hay otro tipo de eventos rebeldes a caer en el saco, tampoco los entiendo –incluso los entiendo menos–, pero no puedo dejar una y otra vez de volver a ellos, de analizarlos, desmembrarlos. Me obsesionan, me quitan el sueño. Siento que no deberían ser, más bien que NO pueden ser. Mi racionalidad me dicta que son imposibles, mi cerebro me grita desesperado que no existen personas que se presten para golpear e impedirle a una madre ir al cementerio a ponerle flores o rendirle homenaje a su hijo muerto.
Me pongo científica, quiero analizar como en un reality show: yo quiero saber qué hacen cada uno de los represores (actores y directores) de Reina Luisa Tamayo cuando llegan a sus casas. ¿Ponen la olla de frijoles? ¿Abren las ventanas cuando cae la tarde? ¿Abrazan y besan a sus hijos antes de dormir? ¿Duermen con sueño inocente o las pesadillas acechan sus madrugadas? ¿Ríen a carcajadas? ¿Se miran al espejo, qué ven? ¿Les gusta la lluvia? ¿Conversan con sus vecinos? No logro evitarlo, mi mente hace sus cálculos y descubre que es descabellado: a lo mejor no respiran oxígeno, o quizás no sean mamíferos, sentencia. Entonces yo protesto: ¡No, ya te dije, son humanos, humanos como los demás! Pero la otra yo, imparcial, no se deja conmover: Tienen que ser otra especie, tienen que ser otra especie, tienen que ser otra especie.
Hay cosas que he desechado en el baúl de lo “inentendible”. Diría que renuncié, me vencieron, no aguanté, me superaron. Me niego a desgastar mi cerebro un instante más en tratar de encontrarle alguna lógica, algún, al menos mínimo, sentido. En el bulto –confieso que son varias, demasiadas– resaltan el regreso de Fidel Castro, las “medidas” de Raúl Castro, los firmantes de las cartas abiertas de la UNEAC, la sesión extraordinaria de la Asamblea Nacional, el chisme con Elián González, la mente de Randy Alonso, los muertos de Mazorra, el permiso de salida, la utilidad “ideológica” de la Mesa Redonda, la ética del médico de Orlando Zapata Tamayo, la vergüenza de los que llevan hoy uniforme verdeolivo o la moral de los militantes del Partido. La lista, les juro, puede volverse extremadamente larga.
Sin embargo, hay otro tipo de eventos rebeldes a caer en el saco, tampoco los entiendo –incluso los entiendo menos–, pero no puedo dejar una y otra vez de volver a ellos, de analizarlos, desmembrarlos. Me obsesionan, me quitan el sueño. Siento que no deberían ser, más bien que NO pueden ser. Mi racionalidad me dicta que son imposibles, mi cerebro me grita desesperado que no existen personas que se presten para golpear e impedirle a una madre ir al cementerio a ponerle flores o rendirle homenaje a su hijo muerto.
Me pongo científica, quiero analizar como en un reality show: yo quiero saber qué hacen cada uno de los represores (actores y directores) de Reina Luisa Tamayo cuando llegan a sus casas. ¿Ponen la olla de frijoles? ¿Abren las ventanas cuando cae la tarde? ¿Abrazan y besan a sus hijos antes de dormir? ¿Duermen con sueño inocente o las pesadillas acechan sus madrugadas? ¿Ríen a carcajadas? ¿Se miran al espejo, qué ven? ¿Les gusta la lluvia? ¿Conversan con sus vecinos? No logro evitarlo, mi mente hace sus cálculos y descubre que es descabellado: a lo mejor no respiran oxígeno, o quizás no sean mamíferos, sentencia. Entonces yo protesto: ¡No, ya te dije, son humanos, humanos como los demás! Pero la otra yo, imparcial, no se deja conmover: Tienen que ser otra especie, tienen que ser otra especie, tienen que ser otra especie.
lunes, 9 de agosto de 2010
El túnel
De la saga El Ciro versus La Seguridad del Estado
Siempre a la salvaguarda de la libertad de expresión y el arte alternativo partí en misión operativa hacia Playa Jibacoa, para asegurar la actividad y mantener a raya a nuestros canallas amigos del MININT.
¡Qué pila de gente y cuánta subversión dios mío! Esto no se lo perderían los segurines de ningún modo, algo andarían tramando pero... ¿dónde? Activé el rastreador GPS para detectar algún segurín al que hubiere yo marcado vía arpón con anterioridad. El rastreador empezó a enviarme señales desde el subsuelo. Vaya, vaya, ¿qué hacían por allá abajo? Mientras desempacaba la excavadora unipersonal* me dispuse a investigar en las profundidades.
Baja, baja y baja... ¡cachán, un túnel! Habían cavado un túnel que parecía dirigirse hacia el stage principal. Nuevamente, me hice transparente y avancé. Como siempre, una luz al final y, cuál no sería mi sorpresa al encontrarme sobre un montón de cajas de dinamita a Fernando Rojas (viceministro de cultura) y a varios oficiales de alto rango de la seguridad del estado brindando por el fin del arte cubano. Nada, que en cuanto comenzara el concierto y se llenara aquello iban a prender la mecha y harían desaparecer a los artistas y ya de paso a todo el público allí presente, subvertido por demás.
- Qué bonito, ¿eh? - dije mientras me materializaba.
De repente el miedo anudó las gargantas y lágrimas gimientes afloraron a los ojos de los oficiales, retratando el recuerdo de tantas batallas perdidas y pesares infringidos por mí en sus almas. Pero el viceministro, que no me conocía, se hizo el cabrón:
- ¡Eh, tú, fuera de aquí! Esto es una operación encubierta -osó decirme.
- El resto que se retire por favor, tengo un asunto que tratar con este camarada.
Los segurines partieron a toda velocidad.
El Festival estuvo excelente, Escuadrón Patriota puso a gozar aquello, Los Aldeanos les gastaron las cuerdas vocales a todos los que coreaban sus canciones en el público y todo parecía una inmensa iglesia protestante de Carolina del Sur, sólo que multicolor y en la cual se predicaba libertad. Por cierto, no creo que vean a Fernando Rojas durante algunos meses, es que era mucha dinamita y comérsela no iba a ser nada fácil.
Hasta una próxima a ventura,
El Ciro
* Excavadora unipersonal: dispositivo para cavar y desplazarse bajo tierra. Desarrollado por El Ciro en los años 80. Se utilizó en la película norcoreana “El Flautista contra los ninjas”, en la escena de la playa.
sábado, 7 de agosto de 2010
Mami, ¿qué es lo bueno?
Foto: Claudio Fuentes Madan
Con una soga y un pedazo de madera tres niños preparaban el cepo de tortura para una lagartija. Uno de ellos aguantaba a la víctima que, con ojos muy abiertos y cuerpo rígido, esperaba su martirio sin muchas esperanzas de sobrevivir. En ese momento pasé yo e intervine, como es lógico, en defensa del pobre animal: di una explicación sobre cuidar a los seres vivos y agarré al bicho con las manos. Muy feliz por mi buena acción busqué un árbol adecuado para su bienestar y lo solté entre las ramas. Hasta ese instante todo fue bastante típico, los niños experimentan con pájaros y pequeños animalejos y los adultos tratan de educarlos en el amor a la naturaleza.
Lo inusitado vino minutos más tarde cuando la madre de uno de los críos me tocó la puerta para exigirme explicaciones. Decidí, entonces, exponerle a esa mujer los mismos argumentos que le había dado a su hijo, y al parecer me entendió, pues no dijo una palabra, agarró al niño por los pelos y se lo llevó. Me sentí un poco culpable, nunca esperé tamaño castigo por una lagartija, pero intervenir una vez más en las cuestiones morales de esta familia hubiera sido excesivo.
El incidente me intrigó, no porque los muchachos jugaran a martirizar a un reptil, sino porque eran tan inconscientes de su mala acción que juzgaron “correcto” buscar el apoyo de sus padres. Cuando yo era pequeña los niños de mi barrio mataban gorriones a escondidas, ellos sabían que aquello era malo. ¿Qué ha sucedido quince años después para que esa simple noción del bien y del mal haya desaparecido?
Con una soga y un pedazo de madera tres niños preparaban el cepo de tortura para una lagartija. Uno de ellos aguantaba a la víctima que, con ojos muy abiertos y cuerpo rígido, esperaba su martirio sin muchas esperanzas de sobrevivir. En ese momento pasé yo e intervine, como es lógico, en defensa del pobre animal: di una explicación sobre cuidar a los seres vivos y agarré al bicho con las manos. Muy feliz por mi buena acción busqué un árbol adecuado para su bienestar y lo solté entre las ramas. Hasta ese instante todo fue bastante típico, los niños experimentan con pájaros y pequeños animalejos y los adultos tratan de educarlos en el amor a la naturaleza.
Lo inusitado vino minutos más tarde cuando la madre de uno de los críos me tocó la puerta para exigirme explicaciones. Decidí, entonces, exponerle a esa mujer los mismos argumentos que le había dado a su hijo, y al parecer me entendió, pues no dijo una palabra, agarró al niño por los pelos y se lo llevó. Me sentí un poco culpable, nunca esperé tamaño castigo por una lagartija, pero intervenir una vez más en las cuestiones morales de esta familia hubiera sido excesivo.
El incidente me intrigó, no porque los muchachos jugaran a martirizar a un reptil, sino porque eran tan inconscientes de su mala acción que juzgaron “correcto” buscar el apoyo de sus padres. Cuando yo era pequeña los niños de mi barrio mataban gorriones a escondidas, ellos sabían que aquello era malo. ¿Qué ha sucedido quince años después para que esa simple noción del bien y del mal haya desaparecido?
martes, 3 de agosto de 2010
Un día en Santa Clara
Foto: Claudio Fuentes Madan
Hay otra Cuba pegada al asfalto, anónima, dinámica, habladora y negociante. Tres horas en un botero por la carretera desde La Habana hasta Santa Clara puede traer más información que todo un año viendo el noticiero nacional de televisión: precios del mercado negro, opiniones privadas de ex-militantes del partido que entregaron sus carnets, turistas cubano-americanos contando sus anécdotas y vendedores ambulantes. Podría quedarme en esa otra isla más caliente pero más real, más dura pero más sincera que la de la televisión cubana.
Santa Clara, sin embargo, parece sitiada y no una ciudad en carnavales. Como una diabólica navidad sin colores, en cada puerta, muro y ventana está el mismo cartel con la misma inscripción: Estamos en 26. La ciudad se hundió en un número, en el mismo número, hasta el infinito de la provincia. Uno tiene la sensación de haber llegado al país de las cifras, al dominio del “Rey 26”. Con menos sol y más aire podría ser el comienzo de una excelente película de terror.
Coco sería una Alicia en el país de la Reina Roja, su puerta es la única libre de la maldición del dos más seis, y a cada instante se interrumpe nuestro diálogo porque alguien se asoma a su sala para desearle suerte, salud y bienestar. Alicia, su mamá, desespera ante el ajetreo solidario que interrumpe el reposo y la disciplina a la que su hijo debería estar sometido. Sin embargo Fariñas es un ser excepcional: su cuerpo es un surco de marcas y cicatrices, morados y huecos, por el cuello se le marca el trombo y en sus pies hinchados retienen demasiado líquido. No camina, pero cuando habla desde la silla de ruedas es como si volara. Sentí dolor por ese cuerpo impotente para seguirle los pasos a un alma tan grande.
Salir de su casa es casi dejar el paraíso, sin transición entre levitar con sus palabras durante horas para luego caer en un charco de chapapote en el medio de la terminal provincial: un televisor de 15 pulgadas en mute que invariablemente presenta un close up de Raúl Castro, carteles y banderas con el maldito 26 abarcando todo el rango de alcance de la mirada (llega un momento en el que todo se vuelve abstracto y se olvida que ese número es una fecha, sólo una fecha) y una temperatura imposible para la vida humana que obliga a sentarse en el piso para poder respirar. Cuatro horas después logramos coger un transporte para La Habana.
Hay otra Cuba pegada al asfalto, anónima, dinámica, habladora y negociante. Tres horas en un botero por la carretera desde La Habana hasta Santa Clara puede traer más información que todo un año viendo el noticiero nacional de televisión: precios del mercado negro, opiniones privadas de ex-militantes del partido que entregaron sus carnets, turistas cubano-americanos contando sus anécdotas y vendedores ambulantes. Podría quedarme en esa otra isla más caliente pero más real, más dura pero más sincera que la de la televisión cubana.
Santa Clara, sin embargo, parece sitiada y no una ciudad en carnavales. Como una diabólica navidad sin colores, en cada puerta, muro y ventana está el mismo cartel con la misma inscripción: Estamos en 26. La ciudad se hundió en un número, en el mismo número, hasta el infinito de la provincia. Uno tiene la sensación de haber llegado al país de las cifras, al dominio del “Rey 26”. Con menos sol y más aire podría ser el comienzo de una excelente película de terror.
Coco sería una Alicia en el país de la Reina Roja, su puerta es la única libre de la maldición del dos más seis, y a cada instante se interrumpe nuestro diálogo porque alguien se asoma a su sala para desearle suerte, salud y bienestar. Alicia, su mamá, desespera ante el ajetreo solidario que interrumpe el reposo y la disciplina a la que su hijo debería estar sometido. Sin embargo Fariñas es un ser excepcional: su cuerpo es un surco de marcas y cicatrices, morados y huecos, por el cuello se le marca el trombo y en sus pies hinchados retienen demasiado líquido. No camina, pero cuando habla desde la silla de ruedas es como si volara. Sentí dolor por ese cuerpo impotente para seguirle los pasos a un alma tan grande.
Salir de su casa es casi dejar el paraíso, sin transición entre levitar con sus palabras durante horas para luego caer en un charco de chapapote en el medio de la terminal provincial: un televisor de 15 pulgadas en mute que invariablemente presenta un close up de Raúl Castro, carteles y banderas con el maldito 26 abarcando todo el rango de alcance de la mirada (llega un momento en el que todo se vuelve abstracto y se olvida que ese número es una fecha, sólo una fecha) y una temperatura imposible para la vida humana que obliga a sentarse en el piso para poder respirar. Cuatro horas después logramos coger un transporte para La Habana.
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