Foto: Orlando Luis Pardo Lazo
Este post no lleva la imagen de R porque no tuve corazón para decirle que me dejara fotografiarle el hueco del pinchazo en su nalga. Eran cerca de las dos de la mañana del sábado y estábamos Ciro, un periodista y yo en casa de Juan Juan cuando entró la llamada.
R gritaba al otro lado del teléfono, podíamos escuchar sus sollozos y las palabras “sangre” y “me pincharon”, estaba justo a una cuadra de la tienda “La Mariposa”, en Nuevo Vedado, en la esquina de su propia casa. Salieron a buscarla los hombres en el carro de Juan Juan. Minutos después tenía delante de mí a una mujer con la cara manchada de sangre, la boca hinchada y un hueco de aureola roja en el pantalón, justo donde se ponen las inyecciones: le quitaron el móvil, le dieron patadas y para rematar un “¡pínchala, pínchala más!”, que gracias a dios no llegó a más o no hubiese salido con vida. La ayudé a bañarse mientras ella sólo repetía “eran unos niños, de la edad de mi hijo”, y temblaba como una hoja.
–Tenemos que ir al hospital porque la herida lleva puntos, después descansas.
En el Clínico Quirúrgico el cirujano de guardia, al que despertamos, preguntó:
–¿Qué pasó?
–La asaltaron, la pincharon –le dije, y entonces empezó el surrealismo de verdad:
Se sentó en un buró, sacó planilla y pluma, miró a R y sin transición entre el hueco de su nalga y su rutina de amigdalitis, se dispuso a llenar un formulario:
–¿Nombre? ¿Apellidos? ¿Edad? ¿Municipio?
En lo que él trataba de que su bolígrafo escribiera, yo mataba una cucarachita que deambulaba campante por la mesa y bordeaba sin dificultad la planilla. Cuando hubo terminado con las formalidades echó un vistazo –pensé por un instante que nunca llegaría a hacerlo– a la herida.
–Un puntico y ya está, tranquila.
A ponerle el punto fuimos. El médico me miró como si yo estuviera completamente fuera de mis cabales cuando empecé a espantar las moscas de la enfermería: él, que comparte escritorio y escritura con las cucarachas, debe pensar que soy una maniática de la limpieza. R se acostó –no voy a dar detalles de la camilla– y el doctor preparó el hilo para coser. Un segundo antes de ver la aguja dentro de la piel pregunté:
–¿No hay anestesia?
–Son sólo dos punticos, no hace falta.
–Los puntos duelen.
Juan Juan, parado a mi lado, blanco como la leche y sudando frío intervino:
–Pero si le acaban de caer a patadas. ¿No hay anestesia?
Gracias a dios que sí había y que se la pusieron, pues los “dos punticos” demoraron quince minutos en quedar puestos y R no estaba en condiciones de aguantar más dolor. En algún momento todo se me hizo demasiado denso y tuve ganas de vomitar: las moscas, la sangre, el calor. Salí a coger aire.
–¿Qué líquido es ese? –soltó Juan Juan casi al final, para esas alturas yo estaba adentro otra vez haciendo catarsis con las moscas, a las que perseguía con furia.
–Yodo, el mejor desinfectante del mundo.
–Menos mal que no soy alérgica –soltó R y me tuve que sonreír, si no, me caía desmayada.
sábado, 29 de mayo de 2010
jueves, 27 de mayo de 2010
El estado irracional
Foto: Penúltimos Días
En estos días me atrapa la ola de la expectación: por mediación del Cardenal Jaime Ortega nos enteramos que Raúl Castro estaría dispuesto a liberar algunos presos políticos y de conciencia -los más enfermos, me atrevo a imaginar. Este diálogo entre la Iglesia Católica y el General no es fortuito, sino la consecuencia de los numerosos crímenes morales que han caracterizado a la “joven presidencia” del Heredero.
¿Quién recuerda a estas alturas los aires de cambios políticos y económicos que muchos vieron en el nuevo pero casi octogenario presidente? Lejos de las esperadas reformas nos llegó un prisionero de conciencia muerto en huelga de hambre, un Guillermo Fariñas intransigente en sus ideales y dispuesto a seguir los pasos de Zapata Tamayo, un aumento considerable de los atropellos de la policía política contra las Damas de Blanco y el lógico repudio de la opinión pública internacional, que los medios oficiales se empeñan en llamar “Campaña Mediática Contra Cuba”.
No tengo esperanzas en las buenas acciones de un Estado cuyo mero hecho de existir todavía, demuestra el totalitarismo que lo sustenta. Sin embargo, aunque la mediación de la Iglesia no dé frutos ni libertades, me alegra que los representantes de la Fe Católica en mi país hayan tomado posición públicamente frente a los abusos cometidos con total impunidad por el Estado Cubano.
Quizás resulte un poco ingenua mi conformidad con sólo el diálogo sin esperar los resultados, puesto que el objetivo de estas negociaciones sería encontrar un punto intermedio de beneficio para ambos oponentes (Raúl Castro vs La Libertad), y evidentemente los libres no han sido invitados a poner sus cartas sobre la mesa. En el Comité Central del Partido la carpeta “coherencia política” se guardó bajo llave hace mucho tiempo, espero que la Iglesia recuerde sopesar este detalle.
En estos días me atrapa la ola de la expectación: por mediación del Cardenal Jaime Ortega nos enteramos que Raúl Castro estaría dispuesto a liberar algunos presos políticos y de conciencia -los más enfermos, me atrevo a imaginar. Este diálogo entre la Iglesia Católica y el General no es fortuito, sino la consecuencia de los numerosos crímenes morales que han caracterizado a la “joven presidencia” del Heredero.
¿Quién recuerda a estas alturas los aires de cambios políticos y económicos que muchos vieron en el nuevo pero casi octogenario presidente? Lejos de las esperadas reformas nos llegó un prisionero de conciencia muerto en huelga de hambre, un Guillermo Fariñas intransigente en sus ideales y dispuesto a seguir los pasos de Zapata Tamayo, un aumento considerable de los atropellos de la policía política contra las Damas de Blanco y el lógico repudio de la opinión pública internacional, que los medios oficiales se empeñan en llamar “Campaña Mediática Contra Cuba”.
No tengo esperanzas en las buenas acciones de un Estado cuyo mero hecho de existir todavía, demuestra el totalitarismo que lo sustenta. Sin embargo, aunque la mediación de la Iglesia no dé frutos ni libertades, me alegra que los representantes de la Fe Católica en mi país hayan tomado posición públicamente frente a los abusos cometidos con total impunidad por el Estado Cubano.
Quizás resulte un poco ingenua mi conformidad con sólo el diálogo sin esperar los resultados, puesto que el objetivo de estas negociaciones sería encontrar un punto intermedio de beneficio para ambos oponentes (Raúl Castro vs La Libertad), y evidentemente los libres no han sido invitados a poner sus cartas sobre la mesa. En el Comité Central del Partido la carpeta “coherencia política” se guardó bajo llave hace mucho tiempo, espero que la Iglesia recuerde sopesar este detalle.
lunes, 24 de mayo de 2010
Un pueblo de menores de edad
Foto: Claudio Fuentes Madan
Miro con aversión -para qué negarlo- la cara de Ramiro Valdés en el televisor. Esta vez les toca el sermón a los trabajadores del sector de la construcción. Ya casi ni me tomo el trabajo de escucharlo, cada vez que habla es para regañarnos –él y Machado Ventura se han transformado, por decirlo de alguna manera, en las niñeras del ciudadano cubano: amonestaciones, castigos y amenazas.
La misma cantaleta de siempre: trabajar más, pedir menos, no quejarse tanto, ser combativos, cumplir con las tareas de la Revolución, no desviar recursos, no esperar estímulos, confiar en los líderes del proceso, serle fiel al Partido…es la monserga del padre autoritario a sus hijos eternamente menores de edad.
¿No se pregunta Ramiro qué comerían los constructores si no “desviaran” algunos ladrillos para comerciarlos en el mercado negro? Los jefes sindicales, según parece, se hacen los de la vista gorda ¿Será que ellos también necesitan un salario para sobrevivir? ¿Por qué no se llena de valor y pasa la batuta a los “incumplidores” para que cuenten su versión del paraíso de los obreros?
En vez de estar amenazando con quitar estímulos y prebendas –que sólo hacen florecer el oportunismo y la doble moral- debería preguntarse por qué el salario no es razón suficiente para trabajar bien, para obtener mejores resultados, para aumentar la producción. Claro, eso lo haría si de verdad le importara, y si –además- no confundiera el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Construcción con un círculo infantil.
Miro con aversión -para qué negarlo- la cara de Ramiro Valdés en el televisor. Esta vez les toca el sermón a los trabajadores del sector de la construcción. Ya casi ni me tomo el trabajo de escucharlo, cada vez que habla es para regañarnos –él y Machado Ventura se han transformado, por decirlo de alguna manera, en las niñeras del ciudadano cubano: amonestaciones, castigos y amenazas.
La misma cantaleta de siempre: trabajar más, pedir menos, no quejarse tanto, ser combativos, cumplir con las tareas de la Revolución, no desviar recursos, no esperar estímulos, confiar en los líderes del proceso, serle fiel al Partido…es la monserga del padre autoritario a sus hijos eternamente menores de edad.
¿No se pregunta Ramiro qué comerían los constructores si no “desviaran” algunos ladrillos para comerciarlos en el mercado negro? Los jefes sindicales, según parece, se hacen los de la vista gorda ¿Será que ellos también necesitan un salario para sobrevivir? ¿Por qué no se llena de valor y pasa la batuta a los “incumplidores” para que cuenten su versión del paraíso de los obreros?
En vez de estar amenazando con quitar estímulos y prebendas –que sólo hacen florecer el oportunismo y la doble moral- debería preguntarse por qué el salario no es razón suficiente para trabajar bien, para obtener mejores resultados, para aumentar la producción. Claro, eso lo haría si de verdad le importara, y si –además- no confundiera el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Construcción con un círculo infantil.
sábado, 22 de mayo de 2010
Sin derecho a mostrar el rostro
Ya se ha hecho habitual en el Noticiero Nacional de Televisión ver a grupos de ciudadanos protestando en diversos lugares del mundo. Resulta irónico para nosotros, los cubanos, ver movilizados espontáneamente a los sectores de una sociedad en las noticias del único sistema informativo al que tenemos derecho. Es a la vez gratificante: uno siente que allá afuera hay personas que emplazan al poder con acciones civiles; y entristecedor: se toma de repente conciencia de la terrible soledad en la que el Estado nos ha dejado, uno diminuto frente al todo omnipresente.
El otro día pasaban imágenes de una protesta de inmigrantes en Estados Unidos y algunos de los manifestantes hablaban ante las cámaras. Una mujer de unos cuarenta años se quejaba: llevaba varios años en el territorio y aun estaba indocumentada, y si las fuerzas de inmigración la encontraban la deportarían a su país. Yo miraba el televisor y pensé –por momentos esta isla mía se crece en mi mente y me olvido del pequeño espacio que ocupamos en el mundo- ¿Cómo va a decir esto en plena cámara? ¡Ahora los agentes tendrán su rostro y la irán a buscar donde quiera que se esconda!
Se me olvidaba que los oficiales de inmigración, las fuerzas de inteligencia y contrainteligencia, las leyes, el gobierno, los medios de prensa y los sindicatos no responden todos a la misma entidad, y menos aun al mismo partido, además de que la policía política –bendita libertad- no existe. En mi tierra, por ejemplo, el consulado cubano hace labor de zapa en España y le envía fotos a los servicios secretos cubanos y al Ministerio del Interior, para que sepan “quién se porta bien allá afuera y quién no”, los custodios reciben órdenes directas de la Seguridad del Estado para que algunos ciudadanos “complicados” no puedan acceder a las instituciones públicas, los periodistas oficiales son separados de sus centros de trabajo por publicar en sitios críticos de la ideología oficial, los que se atreven a dar noticias sin pedir permiso pueden un día levantarse con una condena de veinte años de cárcel y los opositores políticos cargan con la ira y la represalia de todo el Comité Central del Partido sobre sus cabezas.
Miro a los ilegales en Estados Unidos con sus pancartas y sus ojos desafiantes y me da una ligera envidia, sé que mi vecina nunca se atrevería a decir delante del lente lo que esta mujer le acaba de gritar al mundo. Mi vecina no teme ser deportada, tiene carnet de identidad, una dirección legal y un rostro que, sin embargo, no mostraría el desacuerdo bajo ninguna circunstancia.
jueves, 20 de mayo de 2010
La impunidad del verde
Foto: Claudio Fuentes Madan
Mi amiga iba al volante mientras yo, a su lado, disfrutaba de la rareza de pasear por La Habana en carro. La tarde caía amarilla y atravesamos 41 y 42, para coger la avenida 23 en el Vedado. De pronto un Lada parado pomposamente en el medio de 41 nos impidió el paso – a nosotras y también a los que iban detrás.
Vi la mano de mi amiga acercarse impulsivamente al claxon mientras sus ojos, obedeciendo órdenes más racionales, hacían foco en la chapa del “dueño de la calle”. Sólo unos segundos transcurrieron para que sus dedos resbalaran lentamente, sin el menor ruido, hasta sus muslos. Le dije irónicamente:
- La impunidad del verde.
Pero me miró con unos ojos tan llenos de tristeza que convirtió mi sarcasmo en un acto de sadismo. Sentí pena.
En cámara lenta movió la palanca de velocidad para dar marcha atrás. Entre los “puaf, puaf, puaf” del tubo de escape nos cambiamos de senda y muy despacito, le pasamos por al lado al militar, quien ni siquiera se percató de que tenía una cola de atascados detrás y conversaba tranquilamente.
No alcancé a verle la cara, pero sí el reloj de su muñeca que iluminaba, como el diente de Pedro Navaja, toda la avenida.
Mi amiga iba al volante mientras yo, a su lado, disfrutaba de la rareza de pasear por La Habana en carro. La tarde caía amarilla y atravesamos 41 y 42, para coger la avenida 23 en el Vedado. De pronto un Lada parado pomposamente en el medio de 41 nos impidió el paso – a nosotras y también a los que iban detrás.
Vi la mano de mi amiga acercarse impulsivamente al claxon mientras sus ojos, obedeciendo órdenes más racionales, hacían foco en la chapa del “dueño de la calle”. Sólo unos segundos transcurrieron para que sus dedos resbalaran lentamente, sin el menor ruido, hasta sus muslos. Le dije irónicamente:
- La impunidad del verde.
Pero me miró con unos ojos tan llenos de tristeza que convirtió mi sarcasmo en un acto de sadismo. Sentí pena.
En cámara lenta movió la palanca de velocidad para dar marcha atrás. Entre los “puaf, puaf, puaf” del tubo de escape nos cambiamos de senda y muy despacito, le pasamos por al lado al militar, quien ni siquiera se percató de que tenía una cola de atascados detrás y conversaba tranquilamente.
No alcancé a verle la cara, pero sí el reloj de su muñeca que iluminaba, como el diente de Pedro Navaja, toda la avenida.
Nota aclaratoria: La chapa verde pertenece a los carros propiedad del Ministerio del Interior.
martes, 18 de mayo de 2010
Pura diversión
Foto: Penúltimos Días
Un grupo de conocidos conversábamos sobre los mítines de repudio. Había de todo: los radicales, los moderados y los “ingenuos”, yo estaba –de más está decirlo- en el piquete de los primeros. Una muchacha contaba que cuando ella iba a las marchas se sentaba estilo pique-nique en el primer césped que encontraba, y que jamás había gritado ni media consigna. Otra relataba cómo decía en su CDR que el primero de mayo desfilaría con sus compañeros de trabajo mientras que a éstos últimos les decía justo lo contrario. Un muchacho contó como dejó a su ex-novia: ella lo había llamado porque no podría verlo esa tarde, había sido convocada para un mitin de repudio contra las Damas de Blanco y no podía faltar. Discutieron y la relación terminó antes que la llamada telefónica. Otra, más sutil, amateur del montaje de fotos digitales, entregaba en su sindicato una “perfecta” prueba de su presencia en la marcha de turno.
En ese momento una de las presentes confesó haber participado en un extraño mitin de repudio contra la embajada Checa. Enumeró algunas de las consignas gritadas, “Que se vayan los lacayos”, entre otras y concluyó: -Si ellos supieran lo poco que a nosotros nos interesan las razones del mitin, estamos allí porque no nos queda otro remedio y entre la conguita y el ritmo nos divertimos.
Casi me desmayo ante tamaña barbaridad. ¿Cómo puede ser una persona tan inconsciente? ¿Resulta que ahora la víctima del mitin -aquel al que le gritan improperios, obscenidades y en el mejor de los casos consignas políticas -tiene que “imaginar” que los alaridos no son lo que parecen, sino una fiesta popular de estudiantes con la materia gris flotando en el vacío?
El tema se cortó de cuajo, durante unos segundos todos la miramos anonadados y alguien atinó a preguntar: -¿A quién le importa que te diviertas a costa de la vergüenza del otro? Pero la muchacha no entendía: -No sé, ¿Tú crees que a la gente de la embajada le molestó?
Todos encontramos una excusa para irnos. Yo no le dije nada, quizás comience a analizar las cosas el día en que el grito se le ahogue en el momento de echármelo a mí en la cara.
Un grupo de conocidos conversábamos sobre los mítines de repudio. Había de todo: los radicales, los moderados y los “ingenuos”, yo estaba –de más está decirlo- en el piquete de los primeros. Una muchacha contaba que cuando ella iba a las marchas se sentaba estilo pique-nique en el primer césped que encontraba, y que jamás había gritado ni media consigna. Otra relataba cómo decía en su CDR que el primero de mayo desfilaría con sus compañeros de trabajo mientras que a éstos últimos les decía justo lo contrario. Un muchacho contó como dejó a su ex-novia: ella lo había llamado porque no podría verlo esa tarde, había sido convocada para un mitin de repudio contra las Damas de Blanco y no podía faltar. Discutieron y la relación terminó antes que la llamada telefónica. Otra, más sutil, amateur del montaje de fotos digitales, entregaba en su sindicato una “perfecta” prueba de su presencia en la marcha de turno.
En ese momento una de las presentes confesó haber participado en un extraño mitin de repudio contra la embajada Checa. Enumeró algunas de las consignas gritadas, “Que se vayan los lacayos”, entre otras y concluyó: -Si ellos supieran lo poco que a nosotros nos interesan las razones del mitin, estamos allí porque no nos queda otro remedio y entre la conguita y el ritmo nos divertimos.
Casi me desmayo ante tamaña barbaridad. ¿Cómo puede ser una persona tan inconsciente? ¿Resulta que ahora la víctima del mitin -aquel al que le gritan improperios, obscenidades y en el mejor de los casos consignas políticas -tiene que “imaginar” que los alaridos no son lo que parecen, sino una fiesta popular de estudiantes con la materia gris flotando en el vacío?
El tema se cortó de cuajo, durante unos segundos todos la miramos anonadados y alguien atinó a preguntar: -¿A quién le importa que te diviertas a costa de la vergüenza del otro? Pero la muchacha no entendía: -No sé, ¿Tú crees que a la gente de la embajada le molestó?
Todos encontramos una excusa para irnos. Yo no le dije nada, quizás comience a analizar las cosas el día en que el grito se le ahogue en el momento de echármelo a mí en la cara.
sábado, 15 de mayo de 2010
Mi vida sin salida
Imagen: El Guamá
Hace casi seis años decidí no marcharme y es justo hoy el día en el que con calma reflexiono sobre ese instante. No fue una decisión patriótica, ni conformista, ni cobarde, más bien completamente irreverente. Sigo sin encontrar una sola razón lógica que justifique aquel “yo me quedo” que le soltaba a todo el mundo. Dicen que uno puede pasar el resto de su vida sin medir las consecuencias de sus acciones, yo, por suerte, siempre lo supe: no irme implicaba quedarme en el barco roto y a la deriva y asumir, además, que no me iba a callar ni un instante mientras se hundiera (siempre fui un poco rebelde).
Le tiré un dado a mi destino y el número al azar no me ha atormentado: he sido feliz. Cuando deseché mi posible vida “afuera” –interesante este síndrome que nos ha dejado la geografía y la revolución “nosotros adentro, el resto del universo afuera”- no me quedaron demasiadas opciones: hubiese podido pasar el resto de mis días subiendo los escalones del oportunismo o llenando papeles inútiles en el Departamento de Nóminas del Ministerio de Educación. No me cuadró ninguna y acabé por encontrar la receta para sobrevivir el Armagedón diario sin que se me dañase demasiado el alma, nunca más he pensado en irme.
Pero un día no me bastaron mis ventanas cerradas a cal y canto, mi estrategia casi perfecta de parecer invisible, mi enorme regocijo al descubrir que mis vecinos no sabían si yo estaba o no y mi mundo dentro del intramuros: las íntimas seguían sin alcanzarme, el trabajo mal pagado y -para colmo- una caterva de personajes siniestros sobre mi cabeza no dejaba de repetir que yo era parte inherente de una Revolución que se volvía cada vez más vieja, pesada y omnipresente. Decidí abrirme un blog porque mi burbuja se cuarteó, y eso tampoco lo analicé demasiado.
Hoy miro mi negativa de permiso de salida y me da paz: no me ha dolido, no me ha sorprendido. Es la larga línea con la que he ido dibujando mi camino, es la certeza de que no me he equivocado, es la prueba que el gobierno cubano se ha tomado el trabajo de entregarme para que yo sepa que he logrado, a pesar de su Partido y de su Estado, de sus segurosos y de su impunidad, vivir como una mujer libre.
Hace casi seis años decidí no marcharme y es justo hoy el día en el que con calma reflexiono sobre ese instante. No fue una decisión patriótica, ni conformista, ni cobarde, más bien completamente irreverente. Sigo sin encontrar una sola razón lógica que justifique aquel “yo me quedo” que le soltaba a todo el mundo. Dicen que uno puede pasar el resto de su vida sin medir las consecuencias de sus acciones, yo, por suerte, siempre lo supe: no irme implicaba quedarme en el barco roto y a la deriva y asumir, además, que no me iba a callar ni un instante mientras se hundiera (siempre fui un poco rebelde).
Le tiré un dado a mi destino y el número al azar no me ha atormentado: he sido feliz. Cuando deseché mi posible vida “afuera” –interesante este síndrome que nos ha dejado la geografía y la revolución “nosotros adentro, el resto del universo afuera”- no me quedaron demasiadas opciones: hubiese podido pasar el resto de mis días subiendo los escalones del oportunismo o llenando papeles inútiles en el Departamento de Nóminas del Ministerio de Educación. No me cuadró ninguna y acabé por encontrar la receta para sobrevivir el Armagedón diario sin que se me dañase demasiado el alma, nunca más he pensado en irme.
Pero un día no me bastaron mis ventanas cerradas a cal y canto, mi estrategia casi perfecta de parecer invisible, mi enorme regocijo al descubrir que mis vecinos no sabían si yo estaba o no y mi mundo dentro del intramuros: las íntimas seguían sin alcanzarme, el trabajo mal pagado y -para colmo- una caterva de personajes siniestros sobre mi cabeza no dejaba de repetir que yo era parte inherente de una Revolución que se volvía cada vez más vieja, pesada y omnipresente. Decidí abrirme un blog porque mi burbuja se cuarteó, y eso tampoco lo analicé demasiado.
Hoy miro mi negativa de permiso de salida y me da paz: no me ha dolido, no me ha sorprendido. Es la larga línea con la que he ido dibujando mi camino, es la certeza de que no me he equivocado, es la prueba que el gobierno cubano se ha tomado el trabajo de entregarme para que yo sepa que he logrado, a pesar de su Partido y de su Estado, de sus segurosos y de su impunidad, vivir como una mujer libre.
miércoles, 12 de mayo de 2010
Confesiones sobre un viaje utópico
Miércoles 5 de mayo
He pasado estos días haciendo los papeles para ir a Alemania de visita, he sido invitada para participar en un encuentro con bloggers de todo el mundo. Dudé entre hacer o no un comentario en el blog antes de terminar todo el papeleo, mis amigos me convencieron y finalmente hoy, después de casi un mes y medio, publico esto con la sensación de darme una ducha fría a cuarenta grados de temperatura.
Escribir sobre mis estancias en el Noveno Cerco, que sería -eso ya se lo imaginan los lectores del lado de allá- la pedestre, oscura, sucia y absolutamente indescriptible Oficina de Inmigración y Extranjería del Municipio Plaza, es un tremendo alivio. Justamente en este desagradable lugar –cuyo nombre excluye mi existencia, porque yo no pertenezco a extranjería ni estoy haciendo trámites de inmigración- he pasado el martes ocho horas de mi hermosa vida haciendo cola para ser interrogada sobre mi viaje, mi familia, mi esposo, mis estudios y la manera –incluso- que utilizo para conectarme a Internet.
Puede resultar un poco excesivo el número de las horas, es por ello que contaré en detalle los sucesos a partir de las ocho y treinta de la mañana en la que mis pies franquearon la entrada de la deteriorada casa de 17 entre J y K, y las cuatro de la tarde, cuando finalmente salí con migraña, ganas de orinar, hambre, sed, sueño, insolación y unas ganas terribles de mandarlo todo al carajo e irme a dormir un mes.
Señores, yo les juro que un día solicitando el permiso de salida le quita las ganas de viajar a cualquiera.
Les cuento desde el principio: Cuando el sol aun no incendiaba el patio llegué yo a la puerta trasera de Inmigración -había ya rebasado no sin ciertos problemas la puerta delantera unas semanas antes, ésa en la que se “solicita” el pasaporte… ya que de solicitud en solicitud vamos- y entregué mi carnet casi de última, pues en ése instante supe que la cola había comenzado en el horario estelarísimo de las cuatro de la mañana. Por suerte una sorpresa divina me esperaba: una vieja amiga justo delante de mí me anunció que ella también “solicitaba”, así que mutuamente nos haríamos compañía.
Antes de las nueve y media ya tenían todos nuestros papeles allá dentro: pasaporte, carnet de identidad, carta de invitación y el bono –yo mejor le llamaría BONÓN- de 150 CUC (pagados de antemano, con o sin permiso de salida y devueltos en caso de negativa). Como no hay ningún cartel salvo del A-H1N1 –ah, y un mural de los Cinco que haría vomitar a Edvard Munch- A muchos de los que llegaban les faltaba algún papel, o no sabían que después de las nueve no se recogían los carnets, o no tenían el BONÓN (una infeliz tenía el recibo pero no el BONÓN, de manera misteriosa en el banco no se lo habían entregado). Lo más deprimente eran los ancianos, con los bastones en una mano y los papeles en la otra, despistados, apabullados por la burocracia y el trasiego de personas de un lado a otro.
A las once de la mañana descubrí que el baño estaba clausurado: -el público lo ha roto- apuntó una de las de verde. A las doce los trabajadores se fueron a almorzar hasta la una y media, pero una oficial se quedó trabajando así que no me moví, esa maldita sensación de “me van a llamar ahora y no voy a estar”. A las dos de la tarde había tanto sol que dejé de echarme aire con el abanico para ponérmelo delante de los ojos. A las dos y media casi me orino encima y salí a buscar un baño. A las tres una señora diabética delante de mí dijo “no puedo seguir sin tomar agua”. A las tres y media la muchacha que había marcado a las cuatro de la mañana tuvo un ataque de histeria y se fue, por suerte regresó al poco rato. Casi a las cuatro me llamaron a mí.
Una militar muy joven, con cadena, aretes y anillo de oro, y unas uñas postizas de metro y medio me atendió y me preguntó muchas veces lo mismo sobre mis estudios, finalmente escribió en mi expediente: “reSibió clases para dar clases”. Después se obsesionó con aquello de “Amistad por Internet”:
- Tengo muchos amigos por Internet.
- ¿Cómo te conectas a Internet?
- Mayormente en los hoteles.
- ¿Qué hoteles?
- Sobre todo el Cohíba y el Parque Central.
- Esa información será verificada, si estás ocultando algo se te negará el permiso de salida.
Sonreí. ¿De qué manera van a saber si yo me conecto en un hotel o si tengo amigos por Internet? Nunca me han pedido el carnet para comprar horas de conexión y, sobre mi correspondencia privada, salvo que hackeen mi correo personal no veo otra forma de comprobar nada.
Después indagó sobre mi madre, mi padre, mi esposo y por un instante sospeché que mis perros Anastasia y Wicho también saldrían a relucir en sus preguntas.
Para concluir sentenció:
- Ven dentro de veinte días a ver si te otorgan el permiso de salida.
- Señorita, dentro de veinte días mi visa ya se habrá vencido.
- Las informaciones necesitan ser verificadas con tiempo, espera aquí.
Se fue por un rato y regresó:
- Ven el viernes a ver si está.
Cuando salí vi los rostros que a lo largo de todo el día había observado desencajarse poco a poco, hubiera querido decirle “adiós y suerte” a cada uno, pero estaba destruida. Ni miré a la muchacha de las cuatro de la mañana, me avergonzaba que me hubiesen llamado antes que a ella. Unas gotas de agua cayeron de pronto, gotas muy gordas y sólo unas pocas. Mi amiga me dijo:
- ¿Por qué te demoraste tanto allá dentro?
- No lo sé, gracias por esperarme, vámonos –y la tomé del brazo para meternos “sin pedir permiso” bajo la llovizna.
Viernes 7 de mayo
Después de una hora supe que tendría que volver el miércoles siguiente. ¿Será casualidad que coincida con el día en el que debo volar?
Miércoles 12 de mayo
A la una y media llegué a inmigración, atestado de personas como de costumbre. Cerca de las dos me llamaron -la verdad es que esta vez no puedo quejarme. Sin embargo la voz vino de una puerta lejana y no del local donde yo y todos los que esperábamos nuestros permisos de salida habíamos previamente entregado nuestros carnets.
Hubo cierta tensión en la cola al escuchar el “Claudia Cadelo”, como no tenía idea desde dónde se me llamaba pregunté:
- ¿Dónde debo entrar?
Alguien me dijo:
- Pregunta en esa puerta, que es la que corresponde.
Me asomé y una militar bramó:
- ¿Por qué abren sin tocar?
- Pero si me han llamado.
- ¡Ah! Lo tuyo es por el otro lado.
Camino al otro lado un hombre me preguntó:
- ¿Tú eres la bloggera?
- Sí –respondí con una sonrisa y con los nervios de punta, pues el clima claramente se había “electrizado”.
Ya me esperaban en la puerta, después de tantos días de malestar y malos tratos me resultó “inusual” la sociabilidad:
- Por favor, pase por aquí. ¿Me podría cerrar la rejita cuando entre? Gracias. Usted no puede viajar por el momento.
Salí y pude sentir la solidaridad de todos los que afuera esperaban ser “convocados”, el muchacho que me había preguntado si yo era bloggera me dijo:
- Vivo en España, sigo tu blog, no te dejes caer, que esto no te quite las fuerzas.
- No me las quitará, gracias.
lunes, 10 de mayo de 2010
Cosas de la policía
Existen pequeños espacios para la catarsis ciudadana en mi ciudad, son instantes que disfruto a plenitud aunque no sean numerosos. Puede ser una parada de guagua, una cola interminable para algún trámite burocrático y absurdo, o simplemente, un taxi de diez pesos.
La ruta Habana Vieja-Vedado-Playa es famosa por las dificultades y las demoras de las guaguas -claro, nunca tan impresionante como la del Vedado-Nuevo Vedado donde coger “algo” es agónico- es por eso que la presencia de los boteros alivia con creces la ineficiencia del transporte público. Con la llegada brutal del verano hace unos días, los que tratamos de movernos nos irritamos bajo el sol y la espera se vuelve insoportable. Cuando ya no das más sacas la mano y optas por la vía privada, siempre más eficiente.
El otro día yo estaba a pleno sol en 23 y me decidí por un almendrón. Dentro estaba repleto y las gotas de sudor nos corrían a todos por la cara, sin embargo sentí la bocanada de libertad desde que entré, la conversación era muy animada y el tema: los abusos policiales.
El chofer narraba las peripecias sufridas por su esposa durante doce horas en los calabozos de Zapata y C, había sido “capturada” por dos uniformados mientras se dirigía a su casa con dos litros de yogurt, confiscados –para colmo- como “mercancía de mercado negro” durante su detención. Una señora en el asiento de atrás detallaba las condiciones inhumanas de su estancia en la estación de Zanja, llegó hasta allí por tenencia ilegal de cuatro pomos de cloro y dos de salfumán. Otro señor a mi lado se lamentaba, le habían incautado en el Casco Histórico su cuota de pasta de dientes y cigarros, que infructuosamente trataba de vender.
Yo, por mi parte, les conté cómo una vez, mientras disfrutaba con algunos amigos del mar en Guanabo, nos robaron todas nuestras pertenencias y nos dejaron sólo las trusas que llevábamos puestas. Fuimos a hacer la denuncia a la estación de la PNR y, como no teníamos carnets de identidad, nos quedamos detenidos hasta cerca de las diez de la noche.
Llegué a mi destino ligera, el calor ya no me molestaba tanto y me deleité, al menos durante unos minutos, con la inefable satisfacción que se siente cuando uno dice bien alto lo que piensa.
sábado, 8 de mayo de 2010
miércoles, 5 de mayo de 2010
Estudiar lenguas en la Abraham Lincoln
Foto: Leandro Feal
Hace algunos años estudié francés en la Lincoln y tuve que pasar una entrevista. Ya me habían advertido que las preguntas serían políticas y preparé mis respuestas. No voy a repetir el párrafo que recité, sólo diré que obtuve sin contratiempos mi matrícula.
Los años pasan y uno olvida esas cosas, esa historia se alojaba en lo último de mi cerebro hasta que hace unos días un amigo me llamó y me contó sus propias peripecias para estudiar inglés.
Resulta que a él nadie le dijo que había una entrevista, y mucho menos de temas políticos. Así que llegó y se sentó frescamente delante del profesor que le correspondía:
- Buenas tardes.
- Buenas tardes. ¿Puedes decirme el nombre de los cinco héroes?
- Ehhhmmmm…este, lo siento, no lo sé.
El entrevistador frunció el entrecejo y bajó la mirada:
- ¿Puedes decirme los puntos fundamentales de la Batalla de Ideas?
- No, no sé.
- ¿En qué consiste la guerra mediática contra Cuba?
- Disculpe, no sé de qué me habla.
El profesor miró de soslayo a ambos lados, vio que el entorno estaba “limpio” y dijo:
- Mijo, ¿hay algo de política que tú sepas?
- Sí, pero no lo que usted me pregunta.
- Mira, así no puedes matricular: vete para tu casa, prepárate bien y regresa por aquí.
Hace algunos años estudié francés en la Lincoln y tuve que pasar una entrevista. Ya me habían advertido que las preguntas serían políticas y preparé mis respuestas. No voy a repetir el párrafo que recité, sólo diré que obtuve sin contratiempos mi matrícula.
Los años pasan y uno olvida esas cosas, esa historia se alojaba en lo último de mi cerebro hasta que hace unos días un amigo me llamó y me contó sus propias peripecias para estudiar inglés.
Resulta que a él nadie le dijo que había una entrevista, y mucho menos de temas políticos. Así que llegó y se sentó frescamente delante del profesor que le correspondía:
- Buenas tardes.
- Buenas tardes. ¿Puedes decirme el nombre de los cinco héroes?
- Ehhhmmmm…este, lo siento, no lo sé.
El entrevistador frunció el entrecejo y bajó la mirada:
- ¿Puedes decirme los puntos fundamentales de la Batalla de Ideas?
- No, no sé.
- ¿En qué consiste la guerra mediática contra Cuba?
- Disculpe, no sé de qué me habla.
El profesor miró de soslayo a ambos lados, vio que el entorno estaba “limpio” y dijo:
- Mijo, ¿hay algo de política que tú sepas?
- Sí, pero no lo que usted me pregunta.
- Mira, así no puedes matricular: vete para tu casa, prepárate bien y regresa por aquí.
lunes, 3 de mayo de 2010
La muerte que nunca debió ser
Texto: Ernesto Morales
Periodista cubano, radicado en Bayamo
ernestomorales25@gmail.com
Las últimas imágenes se extinguieron desde un plano aéreo, visión de una Isla que desfilaba a un costado del malecón habanero, y yo advertía que para entonces mi estado de ánimo había variado drásticamente. El Noticiero Nacional de Televisión del lunes primero de marzo, lo consiguió de golpe. Diez minutos antes yo vivía mi propia vida y pensaba en mis propios muertos. Pero luego de ver el desamparo en los ojos de Reina Luisa Tamayo, una anciana de piel oscura y palabras simples que en este segundo, estoy seguro, aún llora lo que nunca una madre debería llorar -la muerte de su hijo- no pude ser el mismo de instantes atrás.
Si algo debería agradecer a las impúdicas cámaras ocultas que, violando cualquier precepto ético y moral, filmaron a esta mujer durante una consulta médica, mostrando sus ingenuas esperanzas en aquellos hombres de bata blanca a quienes pedía le salvaran a su hijo, es precisamente eso: haberme enseñado su rostro. Conocer sus rasgos para confirmar lo que de antemano suponía: esta pobre mujer no puede, no podrá comprender jamás, la muerte de su hijo Orlando Zapata Tamayo, el prisionero de conciencia que en mi Cuba dolorosa dejó de respirar el pasado 23 de febrero, luego de 86 días en huelga de hambre. A lo sumo, Reina Luisa sabe del dolor y desde ahora, probablemente del odio. Pero no mucho de ideología ni de política.
Y no podrá comprender por qué ha debido cubrir con tierra el maltrecho cuerpo de su hijo porque ni siquiera yo, ni ninguno de los seres civilizados que nos enorgullecemos de nuestra especie, podremos entender la muerte de un cubano de 42 años de edad que agonizó estertóreamente, lacerando su cuerpo a fuerza de inanición, por reclamar con una valentía épica, y por qué no, un tanto ortodoxa, lo que desde su simpleza consideraba sus derechos inalienables. En resumen, lo que diríamos una prisión digna.
Esta muerte da vértigo. Desconcierta. Esta muerte que no debió ser nos duele a quienes creemos en lo mejor del ser humano, que no son sus posturas ideológicas sino sus sentimientos.
Y me lleva a cuestionarme, inevitablemente, por esta Isla que muchos habitan con orgullo, otros con pesar, y otros con la certeza de que toda ella es de su propiedad privada. Pienso en la barbarie civilizada, y en cómo en nombre de causas pretendidamente justas, un Gobierno puede provocar lo peor en aquellos sobre quienes gobierna: deshumanizarlos.
Alguien me dijo hace muy poco: tenemos un país enfermo. Y yo digo: sí, enfermo de desidia, de rencores, de sentimientos degradantes. No puede estar sano un país donde la Televisión Nacional exhibe en su Noticiero Estelar semejante material ignominioso, y donde luego de verlo millones y millones de ojos, de procesarlo millones de cerebros, no se generan manifestaciones de protesta, y ni siquiera movimientos importantes que cuestionen el hecho. Que pidan verdaderas explicaciones por lo no dicho, por lo ocultado con toda intención.
Pienso: la autora de ese material, la periodista que prestó su intelecto para semejante infamia, vive en este país nuestro, de seguro tiene familia, quizá hijos. Esta periodista está tristemente enferma de mentiras.
¿Fue un error repetido, todas las veces que se transmitió en varios espacios informativos, que no apareciera el crédito a su autora? ¿O es que ésta misma decidió, por prudencia de última hora, ocultar su identidad tras la mampara de una voz en off? Muchos la identificaron, asumieron su conocido nombre de periodista televisiva, pero ella, sospechosamente, prefirió suprimirlo. Me pregunto cómo podrá dormir en paz alguien que debería tener a la verdad por credo, a la objetividad por santo y seña, luego de manipular de semejante manera un caso que a todos nos debería provocar, cuando menos, una oleada de vergüenza.
Orlando Zapata Tamayo fue apresado durante la conocida Primavera Negra. No figuraba entre los más mediáticos nombres de los 75 periodistas independientes condenados porque en lugar de pensador, jornalista o intelectual, se trataba de un humilde albañil que ejecutó con franco radicalismo su labor de oposición, y cuya condena inicial de tres años de privación de libertad tuvo por causa sus manifestaciones públicas contra aquella oleada de encarcelamientos del 2003.
Sin embargo, una vez tras barrotes, esa condena se elevó a la astronómica cifra de 25 años, por desacato a las autoridades, terminología que en la práctica significó negarse a usar el uniforme carcelario y ser tratado como un presidiario común. Desde entonces, el obrero de otrora, nacido en Banes, municipio de Holguín, figuró como uno de los recalcitrantes “contrarrevolucionarios”, que se negaba a ser tratado como criminal común, y oponía su actitud infranqueable a quienes pretendían doblegarlo por la fuerza.
Ese fue la génesis de la tragedia. Mejor dicho, su primer acto. El segundo y decisivo se inauguró en el mes de diciembre de 2009, cuando Orlando Zapata se declaró formalmente en huelga de hambre.
¿Qué exigía este prisionero con su ayuno voluntario? El reportaje de la Televisión Cubana dijo, frío y despectivo: “un televisor, una cocina, y un teléfono en su celda”. Según palabras de su madre: “tener las mismas condiciones de vida que tuvo Fidel Castro cuando fue prisionero político de Fulgencio Batista. Las mismas condiciones de vida que tienen los cinco cubanos presos en los Estados Unidos”.
Quizás Orlando Zapata no pensó que su resolución le enviaría de bruces a la muerte. Pero de lo que estoy seguro, es que las autoridades de Kilo 8 (la prisión de Camagüey donde se encontraba recluido) jamás imaginaron que permanecería marmóreamente firme en su postura. Aunque ello le extirpara la vida.
Un reportaje que no explica causas no puede llamarse periodismo. El material exhibido en nuestra televisión se dedicaba a “desmontar” el argumento de que Zapata Tamayo no fue atendido por médicos, cuando su estado lo requirió. Nada más. Nunca explicó a sus millones de televidentes cómo fue posible que la arrogancia del régimen carcelario permitiera la progresiva depauperación de un hombre joven que no pedía imposibles.
La pregunta no es “¿Qué hicieron los médicos camagüeyanos para tratar de devolverle la vida a un cuerpo desecado por el hambre?” Eso lo suponemos: un médico que sienta en el corazón el sagrado deber de salvar vidas, no podía haber hecho otra cosa que luchar a brazo partido contra una muerte que ya les había ganado a todos la pelea. La pregunta es: “¿Cómo es posible que se haya desoído tan impávidamente los reclamos de un prisionero cuyo delito fue pensar diferente, para que en el momento de ingresarle en un hospital su deterioro volviera estéril cualquier empeño por salvarle?” ¿Es que Orlando Zapata Tamayo escogió un lento y horrendo suicidio? ¿Es que no amaba su vida? ¿Fue un irresponsable, como intenta hacernos ver la Televisión Cubana, que no midió el alcance de sus actos, que no sentía el martirio de su cuerpo hambriento?
Me niego a aceptarlo. Orlando Zapata, un cubano al que jamás conocí, cuyas ideas o principios o valores humanos desconozco, cuya conducta no puedo siquiera valorar objetivamente por la desinformación y manipulación a la que en estos temas nos condena la prensa oficial de mi país, tuvo el coraje, que en cubano se traduce como “tuvo los cojones”, de ser consecuente con sus ideas. Supo hacer lo que tantos lemas gastados, tantas frases de Tribuna no podrán englobar tras la retórica: dar la vida por su causa.
El reportaje televisivo debe ser almacenado en nuestras mentes. Cuando dentro de quién sabe cuánto construyamos un país mejor, ejemplos como este nos enseñarán hasta dónde se pudo llegar. ¿Hasta dónde?, hasta exhibir públicamente filmaciones ocultas de esa mujer desesperada, que agradecía cualquier palabra de aliento que le devolviera la fe en la vida de su hijo, y cuyas palabras (o las que pretendían serlo) serían ventiladas sin el más mínimo respeto a su integridad, sus derechos, o su dolor. Presentar, una vez más, conversaciones telefónicas privadas, grabadas en un celoso proceso de espionaje demasiado parecido al que tanto criticó la prensa oficial cubana en George W. Bush, con la diferencia de que al menos los servicios de inteligencia del nefasto ex presidente, ocultaban dichas grabaciones. No las publicaban en un horario estelar de la televisión estadounidense.
¿Se puede caer más bajo? Se puede: detrás de la foto de Orlando Zapata que mostraba la pantalla, una imagen de ceño fruncido y expresión malévola celosamente escogida para presentarla al público cubano, la autora del material contrapuso una de esas marchas multitudinarias que tan bien conocemos los cubanos. Ese millón de habaneros que reptaban a un costado del malecón, en el lenguaje visual de este reportaje, le contestaban enérgicamente a Orlando Zapata. Le contestaban, según palabras textuales de aquella etérea voz en off, con puños en alto, a sus chantajes y provocaciones.
Ni una sola opinión contraria. Ni una argumentación en sentido inverso. Ni un testimonio de las condiciones de vida que tuvo este prisionero de conciencia, y que le llevaron a su fatal protesta. Es decir: Orlando Zapata no fue un “plantado” que se negó a aceptarse como criminal común y exigió sus derechos. No. Orlando Zapata fue una víctima de quienes le inyectaron la idea de esta rebeldía, de las lacras contrarrevolucionarias que le empujaron a la muerte. Así de simple.
Para estos captores de la verdad, el principio del desacuerdo con sus ideas es un concepto tan vago, tan inexistente, que solo de esta manera pueden comprender que un cubano de 42 años paralice su estómago para reclamar ser tratado con respeto. Solo así: como una irresponsabilidad. Como una ingenuidad aprovechada por el verdadero enemigo.
Otra vez, como dijera Eduardo Galeano: Cuba duele.
Nos duele a quienes no aceptamos que cosas como estas sean posibles, que muertes como estas se materialicen, que sufrimientos como estos tengan lugar ante nuestras narices. Nos duele a quienes creemos que en lugar de enterrar seres con opiniones distintas, ya es hora de desenterrar sus ideas y construir con todas, las acertadas y las disparatadas, las agudas y las evidentes, una nación más plural y tolerante.
Y debería dolerle a todo aquel que piense en Martí, preso a los dieciséis años, víctima de abusos y crueldades, por ser un opositor político. Debería dolerle a todo aquel que piense en Mandela, encarcelado 28 enormes años por contraponer sus ideas a un sistema excluyente. Sí, por ser un opositor. Debería sentirlo en la carne todo cubano digno, porque uno más de los nuestros, de los que nacieron bajo el mismo sol, de los que construyeron casas con sus manos, de los que sufrieron carencias y rieron a carcajadas, de los que bebieron ron alguna vez, quizás, y soñó con un país distinto del que le imponían, murió de una muerte que jamás debió ser.
Si nuestra bandera no costara divisas en esta Cuba tropical, y en consecuencia, si cada uno de nosotros la tuviera izada en algún sitio de nuestras casas, elevarla a media asta (aunque no se trate de un mandatario o un hombre de fama) sería una justa manera de guardar un silencio decoroso ante la muerte de este hombre desconocido. Sería una manera de preservar nuestra última riqueza: la dignidad humana.
Y contra eso, ningún desventurado reportaje puede hacer nada.
Periodista cubano, radicado en Bayamo
ernestomorales25@gmail.com
Las últimas imágenes se extinguieron desde un plano aéreo, visión de una Isla que desfilaba a un costado del malecón habanero, y yo advertía que para entonces mi estado de ánimo había variado drásticamente. El Noticiero Nacional de Televisión del lunes primero de marzo, lo consiguió de golpe. Diez minutos antes yo vivía mi propia vida y pensaba en mis propios muertos. Pero luego de ver el desamparo en los ojos de Reina Luisa Tamayo, una anciana de piel oscura y palabras simples que en este segundo, estoy seguro, aún llora lo que nunca una madre debería llorar -la muerte de su hijo- no pude ser el mismo de instantes atrás.
Si algo debería agradecer a las impúdicas cámaras ocultas que, violando cualquier precepto ético y moral, filmaron a esta mujer durante una consulta médica, mostrando sus ingenuas esperanzas en aquellos hombres de bata blanca a quienes pedía le salvaran a su hijo, es precisamente eso: haberme enseñado su rostro. Conocer sus rasgos para confirmar lo que de antemano suponía: esta pobre mujer no puede, no podrá comprender jamás, la muerte de su hijo Orlando Zapata Tamayo, el prisionero de conciencia que en mi Cuba dolorosa dejó de respirar el pasado 23 de febrero, luego de 86 días en huelga de hambre. A lo sumo, Reina Luisa sabe del dolor y desde ahora, probablemente del odio. Pero no mucho de ideología ni de política.
Y no podrá comprender por qué ha debido cubrir con tierra el maltrecho cuerpo de su hijo porque ni siquiera yo, ni ninguno de los seres civilizados que nos enorgullecemos de nuestra especie, podremos entender la muerte de un cubano de 42 años de edad que agonizó estertóreamente, lacerando su cuerpo a fuerza de inanición, por reclamar con una valentía épica, y por qué no, un tanto ortodoxa, lo que desde su simpleza consideraba sus derechos inalienables. En resumen, lo que diríamos una prisión digna.
Esta muerte da vértigo. Desconcierta. Esta muerte que no debió ser nos duele a quienes creemos en lo mejor del ser humano, que no son sus posturas ideológicas sino sus sentimientos.
Y me lleva a cuestionarme, inevitablemente, por esta Isla que muchos habitan con orgullo, otros con pesar, y otros con la certeza de que toda ella es de su propiedad privada. Pienso en la barbarie civilizada, y en cómo en nombre de causas pretendidamente justas, un Gobierno puede provocar lo peor en aquellos sobre quienes gobierna: deshumanizarlos.
Alguien me dijo hace muy poco: tenemos un país enfermo. Y yo digo: sí, enfermo de desidia, de rencores, de sentimientos degradantes. No puede estar sano un país donde la Televisión Nacional exhibe en su Noticiero Estelar semejante material ignominioso, y donde luego de verlo millones y millones de ojos, de procesarlo millones de cerebros, no se generan manifestaciones de protesta, y ni siquiera movimientos importantes que cuestionen el hecho. Que pidan verdaderas explicaciones por lo no dicho, por lo ocultado con toda intención.
Pienso: la autora de ese material, la periodista que prestó su intelecto para semejante infamia, vive en este país nuestro, de seguro tiene familia, quizá hijos. Esta periodista está tristemente enferma de mentiras.
¿Fue un error repetido, todas las veces que se transmitió en varios espacios informativos, que no apareciera el crédito a su autora? ¿O es que ésta misma decidió, por prudencia de última hora, ocultar su identidad tras la mampara de una voz en off? Muchos la identificaron, asumieron su conocido nombre de periodista televisiva, pero ella, sospechosamente, prefirió suprimirlo. Me pregunto cómo podrá dormir en paz alguien que debería tener a la verdad por credo, a la objetividad por santo y seña, luego de manipular de semejante manera un caso que a todos nos debería provocar, cuando menos, una oleada de vergüenza.
Orlando Zapata Tamayo fue apresado durante la conocida Primavera Negra. No figuraba entre los más mediáticos nombres de los 75 periodistas independientes condenados porque en lugar de pensador, jornalista o intelectual, se trataba de un humilde albañil que ejecutó con franco radicalismo su labor de oposición, y cuya condena inicial de tres años de privación de libertad tuvo por causa sus manifestaciones públicas contra aquella oleada de encarcelamientos del 2003.
Sin embargo, una vez tras barrotes, esa condena se elevó a la astronómica cifra de 25 años, por desacato a las autoridades, terminología que en la práctica significó negarse a usar el uniforme carcelario y ser tratado como un presidiario común. Desde entonces, el obrero de otrora, nacido en Banes, municipio de Holguín, figuró como uno de los recalcitrantes “contrarrevolucionarios”, que se negaba a ser tratado como criminal común, y oponía su actitud infranqueable a quienes pretendían doblegarlo por la fuerza.
Ese fue la génesis de la tragedia. Mejor dicho, su primer acto. El segundo y decisivo se inauguró en el mes de diciembre de 2009, cuando Orlando Zapata se declaró formalmente en huelga de hambre.
¿Qué exigía este prisionero con su ayuno voluntario? El reportaje de la Televisión Cubana dijo, frío y despectivo: “un televisor, una cocina, y un teléfono en su celda”. Según palabras de su madre: “tener las mismas condiciones de vida que tuvo Fidel Castro cuando fue prisionero político de Fulgencio Batista. Las mismas condiciones de vida que tienen los cinco cubanos presos en los Estados Unidos”.
Quizás Orlando Zapata no pensó que su resolución le enviaría de bruces a la muerte. Pero de lo que estoy seguro, es que las autoridades de Kilo 8 (la prisión de Camagüey donde se encontraba recluido) jamás imaginaron que permanecería marmóreamente firme en su postura. Aunque ello le extirpara la vida.
Un reportaje que no explica causas no puede llamarse periodismo. El material exhibido en nuestra televisión se dedicaba a “desmontar” el argumento de que Zapata Tamayo no fue atendido por médicos, cuando su estado lo requirió. Nada más. Nunca explicó a sus millones de televidentes cómo fue posible que la arrogancia del régimen carcelario permitiera la progresiva depauperación de un hombre joven que no pedía imposibles.
La pregunta no es “¿Qué hicieron los médicos camagüeyanos para tratar de devolverle la vida a un cuerpo desecado por el hambre?” Eso lo suponemos: un médico que sienta en el corazón el sagrado deber de salvar vidas, no podía haber hecho otra cosa que luchar a brazo partido contra una muerte que ya les había ganado a todos la pelea. La pregunta es: “¿Cómo es posible que se haya desoído tan impávidamente los reclamos de un prisionero cuyo delito fue pensar diferente, para que en el momento de ingresarle en un hospital su deterioro volviera estéril cualquier empeño por salvarle?” ¿Es que Orlando Zapata Tamayo escogió un lento y horrendo suicidio? ¿Es que no amaba su vida? ¿Fue un irresponsable, como intenta hacernos ver la Televisión Cubana, que no midió el alcance de sus actos, que no sentía el martirio de su cuerpo hambriento?
Me niego a aceptarlo. Orlando Zapata, un cubano al que jamás conocí, cuyas ideas o principios o valores humanos desconozco, cuya conducta no puedo siquiera valorar objetivamente por la desinformación y manipulación a la que en estos temas nos condena la prensa oficial de mi país, tuvo el coraje, que en cubano se traduce como “tuvo los cojones”, de ser consecuente con sus ideas. Supo hacer lo que tantos lemas gastados, tantas frases de Tribuna no podrán englobar tras la retórica: dar la vida por su causa.
El reportaje televisivo debe ser almacenado en nuestras mentes. Cuando dentro de quién sabe cuánto construyamos un país mejor, ejemplos como este nos enseñarán hasta dónde se pudo llegar. ¿Hasta dónde?, hasta exhibir públicamente filmaciones ocultas de esa mujer desesperada, que agradecía cualquier palabra de aliento que le devolviera la fe en la vida de su hijo, y cuyas palabras (o las que pretendían serlo) serían ventiladas sin el más mínimo respeto a su integridad, sus derechos, o su dolor. Presentar, una vez más, conversaciones telefónicas privadas, grabadas en un celoso proceso de espionaje demasiado parecido al que tanto criticó la prensa oficial cubana en George W. Bush, con la diferencia de que al menos los servicios de inteligencia del nefasto ex presidente, ocultaban dichas grabaciones. No las publicaban en un horario estelar de la televisión estadounidense.
¿Se puede caer más bajo? Se puede: detrás de la foto de Orlando Zapata que mostraba la pantalla, una imagen de ceño fruncido y expresión malévola celosamente escogida para presentarla al público cubano, la autora del material contrapuso una de esas marchas multitudinarias que tan bien conocemos los cubanos. Ese millón de habaneros que reptaban a un costado del malecón, en el lenguaje visual de este reportaje, le contestaban enérgicamente a Orlando Zapata. Le contestaban, según palabras textuales de aquella etérea voz en off, con puños en alto, a sus chantajes y provocaciones.
Ni una sola opinión contraria. Ni una argumentación en sentido inverso. Ni un testimonio de las condiciones de vida que tuvo este prisionero de conciencia, y que le llevaron a su fatal protesta. Es decir: Orlando Zapata no fue un “plantado” que se negó a aceptarse como criminal común y exigió sus derechos. No. Orlando Zapata fue una víctima de quienes le inyectaron la idea de esta rebeldía, de las lacras contrarrevolucionarias que le empujaron a la muerte. Así de simple.
Para estos captores de la verdad, el principio del desacuerdo con sus ideas es un concepto tan vago, tan inexistente, que solo de esta manera pueden comprender que un cubano de 42 años paralice su estómago para reclamar ser tratado con respeto. Solo así: como una irresponsabilidad. Como una ingenuidad aprovechada por el verdadero enemigo.
Otra vez, como dijera Eduardo Galeano: Cuba duele.
Nos duele a quienes no aceptamos que cosas como estas sean posibles, que muertes como estas se materialicen, que sufrimientos como estos tengan lugar ante nuestras narices. Nos duele a quienes creemos que en lugar de enterrar seres con opiniones distintas, ya es hora de desenterrar sus ideas y construir con todas, las acertadas y las disparatadas, las agudas y las evidentes, una nación más plural y tolerante.
Y debería dolerle a todo aquel que piense en Martí, preso a los dieciséis años, víctima de abusos y crueldades, por ser un opositor político. Debería dolerle a todo aquel que piense en Mandela, encarcelado 28 enormes años por contraponer sus ideas a un sistema excluyente. Sí, por ser un opositor. Debería sentirlo en la carne todo cubano digno, porque uno más de los nuestros, de los que nacieron bajo el mismo sol, de los que construyeron casas con sus manos, de los que sufrieron carencias y rieron a carcajadas, de los que bebieron ron alguna vez, quizás, y soñó con un país distinto del que le imponían, murió de una muerte que jamás debió ser.
Si nuestra bandera no costara divisas en esta Cuba tropical, y en consecuencia, si cada uno de nosotros la tuviera izada en algún sitio de nuestras casas, elevarla a media asta (aunque no se trate de un mandatario o un hombre de fama) sería una justa manera de guardar un silencio decoroso ante la muerte de este hombre desconocido. Sería una manera de preservar nuestra última riqueza: la dignidad humana.
Y contra eso, ningún desventurado reportaje puede hacer nada.
Nota: Este artículo lo leí por primera vez junto a la entrevista que Ernesto le hizo a Yoani y a Reinaldo. Nunca nos hemos visto, pero sus textos me hacen sentir que lo conozco de toda la vida.
Firma por la Libertad de los Presos Políticos y de Conciencia
sábado, 1 de mayo de 2010
Mi último primero de mayo…en la Plaza
Imagen: Garrincha
Era31 30 de abril, yo tenía diecisiete años y andaba de fiesta con una amiga. Ella estudiaba medicina y estaba obligada a marchar. Me insistió para que la acompañara y no logré resistirme: cedí.
A eso de las tres de la mañana llegamos al punto donde se encontraría con el resto de su facultad. Por desgracia los estudiantes de Girón pertenecían -junto a los infelices de la Lenin- a lo que en broma llamábamos “los batallones de infantería”, es decir, de los primeros en desfilar.
Aun no amanecía cuando llegamos a la Plaza, hacía varios años que yo no iba a las marchas y estaba bastante desactualizada. El primer shock fue un hombre con un pulóver rojo salido de la nada y que le gritaba a cada estudiante:
-¡Ponte esto!-mientras tendía un pulóver rojo idéntico al suyo.
No me lo quise poner y entonces sucedió lo increíble: dos desconocidos se separaron del mar rojo, me levantaron por los hombros y me depositaron en la periferia del bulto, antes de soltarme definitivamente me aclararon:
-Si no te lo quieres poner no puedes estar aquí.
Diferente entre los iguales, sin color entre los rojos, sola en la multitud y joven, me puse a lloriquear. Así llegué a mi casa. Curiosamente escribí todo lo sucedido en la 4-86 que tenía en aquella época, ahora pienso que quizás ése hubiera podido ser mi primer post.
Era
A eso de las tres de la mañana llegamos al punto donde se encontraría con el resto de su facultad. Por desgracia los estudiantes de Girón pertenecían -junto a los infelices de la Lenin- a lo que en broma llamábamos “los batallones de infantería”, es decir, de los primeros en desfilar.
Aun no amanecía cuando llegamos a la Plaza, hacía varios años que yo no iba a las marchas y estaba bastante desactualizada. El primer shock fue un hombre con un pulóver rojo salido de la nada y que le gritaba a cada estudiante:
-¡Ponte esto!-mientras tendía un pulóver rojo idéntico al suyo.
No me lo quise poner y entonces sucedió lo increíble: dos desconocidos se separaron del mar rojo, me levantaron por los hombros y me depositaron en la periferia del bulto, antes de soltarme definitivamente me aclararon:
-Si no te lo quieres poner no puedes estar aquí.
Diferente entre los iguales, sin color entre los rojos, sola en la multitud y joven, me puse a lloriquear. Así llegué a mi casa. Curiosamente escribí todo lo sucedido en la 4-86 que tenía en aquella época, ahora pienso que quizás ése hubiera podido ser mi primer post.
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